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Apuntes de Historia XI
 
 
 
 
 
 
 
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17 de Marzo de 2013
      Aristocracia, nobleza, Guzmanes. Un apunte (I) 
Manuel Jesús Parodi Álvarez.-La aristocracia como concepto aristotélico, esto es, el gobierno de los considerados como mejores -los “aristoi”-, y la nobleza como estamento consolidado y hereditario son, en sí, dos conceptos distintos pero no lejanos el uno del otro; de hecho, grosso modo, la nobleza emana de la aristocracia y sus raíces se hunden en la raíz del nacimiento de la Europa moderna, heredera de la Europa Medieval, heredera a su vez del Mundo Antiguo; este estamento, el nobiliario, y las relaciones desiguales entre los nobles y sus dependientes, ahora siervos o feudatarios, en Roma clientes, representa precisamente una de las vías de conexión -junto con otras no menos sólidas, como el Cristianismo y, consecuentemente, la Iglesia- entre la Europa Medieval y el Imperio Romano.

De este modo no podemos pasar por alto la existencia de una nobleza -la “nobilitas”- en Roma, que experimenta un paulatino proceso de transformación hasta convertirse en la nobleza medieval, de manera paralela a lo que sucede con buena parte del resto de las instituciones del estado imperial romano, no pocas de las cuales evolucionarán, de una u otra forma, a lo largo del curso de los siglos de existencia del propio Imperio, unas desapareciendo, como las asambleas y los “comitia”, otras pegándose al terreno, caso del Senado, otras abrazando la nueva fe e imbricándose en la estructura territorial, administrativa y de poder del estado hasta llegar a sustituir a esas mismas estructuras administrativas una vez desmayadas, caídas, desvanecidas, derrumbadas...
 
Este último habría de ser el caso de las instituciones de gobierno local, entre las cuales la figura del “pastor cristiano”, el “episcopus” -literalmente “el que vigila” el rebaño, es de entender- pasará a consolidarse como un elemento clave si no como el elemento referencial en baja época, en las postrimerías del Imperio Romano, hasta convertirse, con la quiebra de las instituciones estatales en el Occidente Romano -lo que es decir en el Occidente de Europa- a lo largo del siglo V de nuestra Era, en las postrimerías de una Roma ya agonizante como estado en el Occidente de Europa, en la figura de autoridad heredera y sustituta de las ya caídas instituciones de gobierno de un estado caído, derribado sobre sí mismo.
 
La aristocracia lo es por mérito, la nobleza lo es por cuna -heredera de un mérito “que fue” y que se espera pueda ser renovado-, pero pueden aunarse ambas circunstancias, porque al linaje -con sus méritos y valores históricos, heredados- puedan unirse los méritos de un “cursus honorum” personal que, ciertamente, puede verse favorecido en su desarrollo precisamente por la presión del linaje: será, por ejemplo, el caso de la antigua sociedad romana, en la cual los aristócratas -fundamentalmente miembros varones de la clase senatorial- debían seguir individualmente una carrera política que a su vez los formaba en la gestión de la Res Publica hasta llegar a los niveles más altos de la administración del Estado, una carrera en la que se combinaban cargos civiles y militares en sucesión y que era entendida como el vehículo de formación de dichos aristócratas, el mecanismo a través del cual adquirían los conocimientos y la experiencia necesarias -imprescindibles- para poder participar en el gobierno de los asuntos públicos y sin el correcto desarrollo de la cual un noble romano no era admitido como un verdadero igual por sus pares.
 
Un noble europeo medieval, del que viene a ser un ejemplo el fundador histórico de la Casa de Guzmán, Alonso Pérez, puede ser un ejemplo de excelencia personal por sí mismo, y ser, desde un punto de vista etimológico, literal y aristotélico, un aristócrata, un “aristós”: uno de los mejores, al tiempo que pertenece asimismo al horizonte de la nobleza de su época; es necesario contar con un factor resolutivo y definidor en las actuaciones de los elementos singulares de la nobleza, y de la nobleza considerada en su conjunto, subsidiariamente: la “presión del linaje”, que resulta un elemento a tener en cuenta como principio rector de la vida y actitudes de los nobles, y funciona, por así decirlo, en dos sentidos: en un sentido “externo”, ejercida “hacia afuera”, y en un sentido “interno”, “ejercida hacia dentro”.
 
Ejercida “hacia fuera” desde -y por- el linaje, esta presión servirá de ayuda a los miembros del mismo, en cuanto puede contribuir a “despejarles el terreno” al poner en juego la red de alianzas, clientelas y relaciones que todo linaje que se precie debe tener y de las que debe participar, “impulsando” las carreras personales -los “cursus honorum” a la romana- de los nobles, para contribuir a situarlos en un contexto de verdadera aristocracia aristotélica -algo que subyace en el fondo del discurso maquiavélico, desde El Príncipe a La Mandrágora, et caetera; de otra parte, en un sentido “interno”, ejercida “hacia dentro” y, por tanto, orientada hacia los miembros del propio grupo nobiliario familiar, esta “presión del linaje”, “empuja” a los nobles hacia su destino -al menos hacia el que se espera sea su destino como tales-, obligándoles a responder a una serie de premisas que, grosso modo, componen la trama del ideal caballeresco, tal como son recogidas en no pocos textos, desde Ana de Francia hasta Novalis, pasando por el destino trágico del duque de Duque de Viseu, y con las que juega Cervantes.
 
Estos patrones y valores se encuentran tanto en la nobleza medieval cristiana europea como en los héroes de la antigua Ilíada, que, a su vez, responden igualmente más a un modelo y sistema de nobleza que de aristocracia, esto es, una vez más, a la defensa de conceptos clásicos grecorromanos tales como la timé, la areté, la virtus, el honos, los cuales encuentran suficiente acomodo en sus correspondientes españoles: la honra, y el honor, fundamentalmente, sin descuidar la virtud o la fama, que constituyen además el “leit motiv” de nuestro gran teatro clásico del Barroco: Calderón, Lope, Quevedo..
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Así, es de considerar que la condición de noble puede beneficiar a la hora de forjarse un cursus honorum (y responder así al principio de “aristocracia” aristotélica) pero no lo otorga de suyo: el cursus hay que construirlo individualmente, como podría suceder en el caso de un Aurelio, un Cornelio Escipión, un Emilio Lépido o un Claudio, o un César…, en la Roma republicana; en la Europa medieval (y moderna) cristiana, la condición nobiliaria podía bastar a la hora de lo “suficiente”, pero no al hablar de lo “excelente”, si bien las relaciones del linaje (el “impulso”, fruto de la “presión al exterior” del mismo) podrían funcionar como elemento sustentador de unos “nobles” que resultasen ser poco “aristócratas”.
 
El linaje de los Guzmán, con independencia de los orígenes personales singulares de don Alonso Pérez de Guzmán “El Bueno”, hunde, en lo ideológico y en lo estético sus raíces en los mismos orígenes de la Europa medieval, en los siglos que se ha dado en llamar “oscuros” de la Alta Edad Media, y, por lo que sabemos, desempeña un destacado papel en las dos Orillas del Estrecho de Gibraltar, contando a su vez con notables conexiones con determinados ámbitos mucho más al Norte, entre las brumas de las dos Bretañas, la Mayor y la Menor.
 
En este pasado legendario al que pertenece, del que forma parte y del que, a la misma vez, surge, cuenta con referencias míticas como el hada Melusina, representada en el Castillo de Santiago, en Sanlúcar de Barrameda, mediante su iconografía de la Sirena de doble cola, por ejemplo, e históricas, como los príncipes de Bretaña o los Reyes cristianos de Chipre o aun de Jerusalén, a través de la Casa de Lusignan, con quienes, entre las nieblas del tiempo, parece incluso entroncar el linaje de Guzmán.
 
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