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Apuntes de Historia XIII
 
 
 
 
 
 
 
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31 de Marzo de 2013
    El Bronce de Bonanza” (I)
Manuel Jesús Parodi Álvarez.-Una de las formas esenciales y más antiguas de transmisión, fijación y difusión de las fórmulas administrativas, legales, así como de los acuerdos de naturaleza económica, es su fijación por escrito; algo que puede parecernos hoy día elemental no lo era tanto en la Antigüedad. De hecho, la aparición de la escritura está directamente relacionada con la necesidad de guardar la memoria de los inventarios de bienes en las, si queremos, primitivas estructuras estatales, palaciales, del Próximo Oriente Antiguo y Egipto.
Los dinastas de Ur, de Uruk, de Umma, de Nippur, de Eridu, de Lagash, de Menfis o Tebas la de las Mil Puertas, fueron testigos y agentes de este fenómeno, provocado por la acumulación de excedentes, iniciado hace unos seis o siete mil años, causa y consecuencia del desarrollo de la territorialización (fruto a su vez del sedentarismo y de la eclosión de la agricultura tras la “revolución neolítica”).

Contar los bienes, llevar la contabilidad de los bienes muebles, de las cosechas, de los repartos de grano (en el contexto de unas sociedades redistributivas) sería el origen remoto (pero cierto) de la escritura, de ese nuevo método que confiaba la memoria a signos convencionales representativos o simbólicos (silábicos, jeroglíficos, cuneiformes, etc.) y permitía no depender del factor biológico (la memoria natural humana) en el seno de unos modos económicos y sociales crecientemente complejos. Este fenómeno (que es algo sobradamente estudiado), habría de llevarnos, andando el tiempo, hasta el desarrollo de los alfabetos (como el fenicio, uno de los orígenes remotos del nuestro), así como hasta la mayor complejidad de los sistemas de contabilidad y memoria, con la aparición de un fenómeno nuevo y que es herencia asimismo del Mundo Antiguo: el documento, público y privado.
 
 El documento, en sí, es un testimonio, es la plasmación duradera y visible de un compromiso o acuerdo, de una obligación mutua, si se trata de la esfera privada, y de mucho más si se inserta en la esfera de lo público: la creciente complejidad de la articulación social y económica en el Mundo Antiguo llevará a fijar los códigos de comportamiento social trascendiendo lo moral, de manera que la autoridad temporal (el palacio) establezca y fije dichas normas (que serán armónicas con los principios religiosos, cuando no directamente dependientes de los mismos), las ponga por escrito, las dé a conocer y disponga los mecanismos y medios para hacerlas cumplir así como para sancionar y castigar adecuadamente su violación e incumplimiento.
 
En este sentido, el nombre de Hammurabi, soberano de la primera dinastía de Babilonia (que construyó su imperio durante el siglo XVIII a.C.), salta a la luz como el primer gran redactor de leyes conocido, gracias a su Código Legal, el Código de Hammurabi, estela pétrea en la que se recogen y se hacen públicas las leyes del reino, todo ello hace casi cuatro mil años. Desde entonces, el estado se ha atribuido la potestad sobre la Ley y ha redactado las leyes arrebatando a éstas del ámbito exclusivamente religioso (y en este sentido es menester traer a colación que hoy día siguen existiendo estados en los que impera la ley religiosa: el proceso de separación de los ámbitos legal y religioso está muy lejos de haberse cerrado o concluido, desde hace cuatro milenios).
 
En el Mundo Antiguo (y Roma será verdadera maestra en esta materia) la Ley, para la mayor perdurabilidad de su exposición pública y al ser considerada como algo de naturaleza estable y permanente, destinada a durar (aunque el tiempo siempre viene a demostrar que nada es permanente, que todo se altera y que, de ese mismo modo, el destino de las leyes está en su adaptación al marco social, lo que lleva a la necesidad de transformarlas, renovarlas o derogarlas) viene a ser fijada sobre materiales sólidos, especialmente sobre piedra o bronce, dando origen con el tiempo a la ciencia epigráfica: la epigrafía, precisamente, se ocupa del estudio de los textos escritos sobre superficies sólidas (muebles o inmuebles), siendo la piedra (de muy diferentes tipos) el material que con más intensidad ha sido históricamente empleado
 
Andando el tiempo, el repertorio documental romano en ámbito público (y en el privado) habría de ser cada vez más complejo: los modelos de documentos habrían de responder a una casuística cada vez mayor, que iría pareja con el volumen documental generado por una sociedad como la romana, si bien es de mencionar que no todos los documentos romanos de naturaleza privada se verían plasmados en materiales deperibles, reservándose los materiales perdurables (piedra y bronce, una vez más) para documentos de cierta entidad y relevancia.
 
En España contamos con algunos de los testimonios epigráficos aéneos (en bronce, de “aes”, bronce en latín) más notables de la época romana; destacan los de naturaleza pública, como leyes o decretos del Senado (los “Senadoconsulta”), los pactos de hospitalidad entre ciudades, o las epístolas imperiales (cartas escritas por algún emperador y destinadas a uno u otra ciudad). El Museo Arqueológico Nacional y el Museo Arqueológico de Sevilla cuentan con los mejores repertorios epigráficos en bronce del país, figurando asimismo entre los más destacados de Europa en su género.
 
Entre los documentos epigráficos en bronce más antiguos de la Península se cuentan el Bronce de Lascuta y el Bronce de Bonanza; el primero, conservado en el Louvre (es decir, fuera de España), data del siglo II a.C., siendo el bronce aéneo más antiguo de Hispania; fue hallado a mediados del siglo XIX en el término municipal de la localidad gaditana de Alcalá de los Gazules. Se trata de un documento emanado por la autoridad romana que segrega a los habitantes de la Turris Lascutana de la dependencia de Hasta Regia y los pone bajo la autoridad de Roma, en lo que representa una muestra del paulatino proceso de afirmación y establecimiento del poder romano en la Península. El segundo, encontrado en nuestro término municipal, será precisamente el protagonista de estos párrafos y de los por venir en un futuro inmediato.
 
Como hemos señalado en Sanlúcar de Barrameda se encontró el documento conocido como "Bronce de Bonanza", que fuera hallado precisamente en la zona de Bonanza, un puerto natural en el primer recodo del río Guadalquivir que entonces como ahora (pese a las diferencias en el paisaje) pudo muy bien servir para el resguardo de las embarcaciones y que aunaba lo marítimo con lo fluvial y con lo interior, con unas explotaciones agrícolas que pudieron existir en época romana como lo hacen hoy día.
 
Se trata de una inscripción sobre una tablilla de bronce (un epígrafe aéneo o bronce epigráfico, como venimos apuntando) que -por lo que toca a su cronología- podría muy posiblemente datar de los primeros momentos del Imperio romano, de época de Augusto (esto es, del tercio final del siglo I a.C. y los principios del siglo I d.C.) o incluso de época de Julio César (primera mitad del siglo I a.C.), de acuerdo con el profesor Julián González (en su obra “Bronces Jurídicos romanos de Andalucía”. Sevilla 1990, pp. 201-204); en la referida tablilla se nos habla de un "...fundus Baianus, qui est in agro qui Veneriensis vocatur, pago Olbensi..." (lo que es decir, de la "finca Baiana” o “de Baiano”, que está en el campo que se denomina de Venus, en el pago Olbense").       
 
Siguiendo con atención y detenimiento el texto del epígrafe en cuestión encontraremos aquí la denominación de una de esas explotaciones agrícolas a las que nos hemos venido refiriendo (el tal "fundo Baiano"), la ubicación de la misma en un campo determinado (i.e., el "campo de Venus"), todo ello adscrito a una unidad superior -poblacional- concreta (el "pago Olbense"), y todo ello enmarcado en la antigua campiña de la actual Sanlúcar de Barrameda, junto a la rica desembocadura del río Baetis, la principal arteria de comunicación de la Hispania romana y una de las más significativas de la Romanidad occidental.

 
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