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Apuntes de Historia XXXIV
 
 
 
 
 
 
 
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25 de Agosto de 2013
La sirena de doble cola (I) 
Manuel Jesús Parodi Álvarez.-El castillo de Santiago, como de sobra es sabido, fue obra de don Enrique de Guzmán, segundo duque de Medina Sidonia, quien lo construyó, para la guarda de su villa de Sanlúcar, a finales del Cuatrocientos. Conocida es igualmente la historia de la visita de la reina Isabel I de Castilla a Sanlúcar: la reina Católica bajó surcando el río desde Sevilla hasta nuestra ciudad movida, de acuerdo con la versión tradicional de la historia, por su curiosidad y su anhelo de conocer el mar. Pero otros motivos había, de más peso, que la mera curiosidad de la reina castellana, para su viaje hasta estas costas de sus reinos.
Isabel I había restituido la paz en Castilla tras el turbulento reinado de su hermano y antecesor, Enrique IV. Su matrimonio con Fernando de Aragón había proporcionado estabilidad a la Península Ibérica: tras esta alianza familiar y dinástica entre las dos ramas de la Casa de Trastamara (la castellana y la aragonesa), sólo permanecían como reinos peninsulares ajenos a la misma e independientes Portugal, Navarra y Granada (y no habría de ser por mucho tiempo en los dos últimos casos, conquistados por Castilla en 1512 y 1492, respectivamente).

Al mismo tiempo, Isabel la Católica había restablecido progresivamente, poco a poco, la paz interior a su reino, consumido por las rencillas entre la nobleza y la Corona, de una parte, así como por las querellas internas entre los nobles, de otra. Sin ir más lejos, en el viejo reino de Sevilla, el abierto enfrentamiento entre las Casas de Arcos y de Medinasidonia amenazaba con convertirse en una pequeña guerra civil; la hostilidad entre ambas casas señoriales, como sabemos, provocó incluso la muerte de algunos miembros destacados de ambas familias, un derramamiento de sangre “de calidad”, que llevaba a la situación a un extremo, y hacía aún más difícil para los jefes de ambas Casas, Don Enrique de Guzmán y Don Rodrigo Ponce de león, “el Viejo”, el encontrar una salida de compromiso a la situación.
 
Mientras los Guzmanes y los Ponces se mataban y fortificaban sus posesiones, sus ciudades y villas, en el ámbito de las actuales provincias de Cádiz, Huelva y Sevilla, la reina, lo que es decir, el estado, trataba de reconstruir su poder y su presencia en estos mismos territorios. Si los Ponce habían usurpado el marquesado de Cádiz, apropiándose de dicha ciudad realenga, los Guzmán habían puesto sus miras no sólo en el Estrecho de Gibraltar, las costas gaditanas y las almadrabas: la Casa de Guzmán tenía sus miras puestas en la ciudad de Sevilla, corazón del reino homónimo, y a ello obedecía el control que los Medinasidonia buscaron y lograron tener sobre dos lugares extremos desde los cuales podía controlarse si no Sevilla sí el río Guadalquivir y su navegación: Sanlúcar de Barrameda y Santiponce, junto a la antigua ciudad romana de Itálica.
 
El monasterio-fortaleza de San Isidoro del Campo podía ejercer una función de control de las rutas terrestres septentrionales de (y hacia) Sevilla, al tiempo que contaría con un neto papel de cara a la vigilancia del Guadalquivir, un río que, en el siglo XIV, aún podría ser navegable por embarcaciones sutiles (botes, barcas, pateras, almadías…) aguas arriba de Sevilla.
Muestra y prueba de la profunda consideración que el monasterio de San Isidoro tenía para la Casa de Guzmán es la función funeraria que éste desarrolló para la misma; baste en este sentido mencionar que el fundador de la Casa, Don Alonso Pérez de Guzmán El Bueno, se hizo sepultar en San Isidoro, y con él no pocos de sus descendientes. Ni Sanlúcar, ni Medina Sidonia, ni sus otros lugares del Golfo de Cádiz fueron elegidos para el descanso eterno de El Bueno: San Isidoro, que se cimenta sobre la romana Itálica, fuente de prestigio para la Casa, sería el Panteón primero de los Guzmanes.
 
Sanlúcar en la desembocadura, San Isidoro aguas arriba de Sevilla… Y Sevilla: si Don Enrique, el II duque, no había podido hacer con Sevilla lo que Ponce de león sí consiguiera con Cádiz, esto es, apropiársela, el estado de cosas que encuentra Isabel de Castilla cuando llega a la vieja capital hispalense dista mucho de ser ideal. Los partidarios de una y otra Casa se enfrentan abiertamente por las calles, se suceden los encontronazos con violentos resultados, y en líneas generales el Guzmán prevalece, mientras los Ponce se van viendo mermados en esta lucha.
 
Sevilla, ciudad real, no es segura para la reina: el II duque de Medinasidonia hinca su rodilla y hace entrega de las llaves de la ciudad a la soberana (medida claramente profiláctica en lo político), con lo cual si bien manifiesta su lealtad y afirma haber guardado la ciudad para la reina (dejando en evidencia a un Rodrigo Ponce que no hace lo propio con la ínsula gaditana: no la entrega y la conserva para sí), pone de manifiesto que es él, Enrique de Guzmán, quien controla la situación en Sevilla.
 
Tras unas semanas en la ciudad, en su Palacio Real del Alcázar sevillano, tiempo en el que Isabel I pudo conocer los pareceres de todos los agraviados y optó por correr un tupido velo (de poder regio) sobre las cuentas pendientes (no habría modo de obrar mejor que el “amnistiar” a unos y a otros, de cara a ganar lealtades y evitar la multiplicación de los castigos y, con ello, de los agravios regios sobre los nobles), la reina quiso conocer el mar…
 
Posiblemente la reina (que entre tanto había ya recibido el juramento de lealtad de Rodrigo Ponce, a quien había concedido su perdón) quería conocer de primera mano cómo era ese castillo de Santiago, tan recio y afamado, que el duque estaba construyendo en su villa de Sanlúcar de Barrameda. Posiblemente la reina quería asimismo hacerse una idea de primera mano sobre las posesiones del duque, sobre la desembocadura del Guadalquivir, sobre la propia Sanlúcar, de la que sin duda habría oído hablar en su corte sevillana.
 
Y así fue: la reina bajó por el río, embarazada, visitó Sanlúcar, se alojó (al parecer) en el castillo de Santiago (aún inconcluso), hizo paces con el duque, volvió a Sevilla y una vez allí, al poco tiempo, ordenó al II duque de Medinasidonia y VII señor de Sanlúcar que abandonase la capital hispalense, un agravio para el Guzmán pero una manera (quizá la única) de torcer, de desbaratar, los planes que de cara a conseguir el control sobre la ciudad sevillana venía poco a poco elaborando la Casa de Medinasidonia desde el siglo precedente.  
 
Se dirá que se nos ha ido la mano con el prólogo del tema, quizá, pero entiendo que era necesario hacer una introducción, pequeña, pero imprescindible, a la hora de encuadrar el argumento que desarrollaremos en los párrafos por venir dedicados a este mismo tema.
 
Diremos, por cerrar el capítulo de hoy, que en el Castillo de Santiago, quizá desde los momentos de la visita de la reina, quizá desde algo después, un elemento mítico, de carácter acuático, relacionado con los monstruos que se asoman a los arcos de Las Covachas o con los calamares que formaban parte del stemma personal del I duque y VI señor de Sanlúcar y que adornan algunas de las paredes de San Isidoro del Campo, la sirena de doble cola, preside la que era entrada principal al interior del castillo.
 
La sirena de doble cola es un elemento que nos retrotrae a un pasado muy remoto, al Próximo Oriente, al Mediterráneo más antiguo, a los mitos fundacionales de nuestra cultura, y que, del mismo modo, pone en relación a la Casa de Guzmán con el Levante mediterráneo, con el fenómeno de las Cruzadas, con el Reino de Jerusalén y con las brumas del Mar del Norte…

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