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Sanlúcar en su Historia XLIV
 
 
 
 
 
 
 
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03 de Noviembre de 2013
Un visitante impresionado 
Manuel Jesús Parodi Álvarez.-Como es sabido, los relatos de viajes constituyen un modelo de literatura reconocido como tal y que goza de carácter e identidad propias. Los libros de viajes (a menudo también estructurados como narraciones de aventuras) cuentan con entidad desde la homérica epopeya del viaje de retorno del héroe Ulises a su isla y reino de Ítaca, la renombrada Odisea,
Así, desde el relato de la “Anábasis”, que narra la vuelta a Grecia de los Diez Mil, nombre recibido por el ejército griego comandado por el ateniense y filoespartano Jenofonte (autor a su vez del relato histórico en cuestión) que en el siglo IV a.C. sirvió en una guerra entre pretendientes al trono persa, o el conocido relato de la monja Egeria fechado en el siglo IV de nuestra Era y que recoge la peregrinación a Tierra Santa de la mencionada monja gallega, o aún el Libro del Millón del veneciano Marco Polo (donde este mercader relata sus aventuras en el Extremo Oriente en la Edad Media),  hasta los mucho más recientes textos de autores como Antonio Ponz, el conde de Maule, el catalán Alí Bey, o el francés Antoine de Latour, tan estrechamente vinculado con Sanlúcar de Barrameda por su relación con la Casa de Orleans y el Infante-Duque don Antonio, o Richard Ford, por citar algunos, son muchos los textos que han dejado el testimonio escrito de las impresiones de sus autores durante sus viajes, bien construyendo un relato de naturaleza histórica, una crónica o incluso una narración novelada de sus avatares y circunstancias.

Entre estos múltiples y siempre singulares ejemplos se encuentran aquellos a quienes cabría denominar como “viajeros profesionales”, junto a otros que se entregaban, por placer u obligación, a la suerte de un itinerario no siempre prefijado ni cierto. Entre la nómina de los primeros, de quienes viajaban cumpliendo con un cometido profesional u oficial, es posible mencionar al ilustrado Antonio Ponz, a quien hemos dedicado algunos artículos de esta serie y quien recorriera la España de fines del Setecientos, como inspector estatal, por encargo del soberano, Carlos III, recopilando un ingente informe fruto de sus pesquisas y de su viaje, publicado en 18 tomos y en el que se recogen sus impresiones sobre nuestra ciudad.
 
Lo cierto es que España en el siglo XIX, tras las Guerras Napoleónicas, durante décadas y muy especialmente bajo el apogeo de lo que se dio en llamar como época romántica, llegaría a convertirse en un destino enormemente atractivo y referencial para muchos viajeros decimonónicos, así como en un tema recurrente para la literatura y la música del Ochocientos europeo. En el ya antepasado siglo XIX contemplamos el surgir de varios “mitos culturales” que fluyen por el continente europeo -trascendiendo de nuestras fronteras- de la pluma y batuta de escritores y músicos, de autores y compositores. España, devenida un referente exótico, atraía como la luz a los insectos a artistas europeos (y no sólo europeos) que encontraban en dicho pretendido exotismo hispánico una fuente de inspiración para sus relatos, libretos y composiciones musicales.
 
Si Italia y su “Grand Tour” eran un “must”, un sine qua non, un capítulo a cumplir por determinadas élites culturales europeas del XIX en la búsqueda de su formación (casos como el de Stendhal son muy conocidos), y en tierras itálicas se buscaba la Cultura Clásica, España era territorio de aventura, y en sus ciudades, pueblos y caminos, se buscaba el pasado exótico, la huella árabe en Europa (y siempre era más seguro viajar por España que por el mundo árabe en la época) así como una pincelada de peligro, tan real como supuesto (algo que sin duda habría quedado marcado a fuego en la memoria de tantos franceses que combatieron en la Península entre 1808 y 1814).
 
Entre estos autores y artistas, ávidos del pseudo exotismo español (de una España convertida en uno más, casi, de los países arábigos, cuya imagen y esencia era comparable para dichos espíritus románticos a la de Turquía) y sus obras (cuya influencia fue tal que llegaron a moldear el “imaginario oficial” español sobre la propia identidad cultural del país en un fenómeno de retroalimentación por el que se buscaba la identidad en un folcklorismo en buena medida impostado e importado), se cuentan, por ejemplo, Merimée y el mito de Carmen y el bandolerismo andaluz, hasta Washington Irving y sus “Cuentos”, inspirados en La Alhambra.
 
Sanlúcar no iba a quedar al margen de esta corriente y de la presencia de unos y otros viajeros entre los siglos XVIII y XIX (período que nos ocupa en esta ocasión), los profesionales como el ilustrado Antonio Ponz, los prerrománticos como el conde de Maule o alguno ya plenamente inserto en la época romántica propiamente dicha como el protagonista de los siguientes párrafos.
 
De este modo, uno de estos viajeros cuyo paso, ciertamente fugaz, por Sanlúcar de Barrameda no ha dejado huella en la memoria y el imaginario colectivo de la ciudad sería el archiduque Fernando Maximiliano de Habsburgo (1832-1867), hermano del emperador austrohúngaro Francisco José I (y cuñado por tanto de la tristemente famosa emperatriz Sissi, Isabel de Wittelsbach), y que llegó a convertirse en emperador de México en un breve reinado (1863-1867), fruto y consecuencia de la intervención europea en México auspiciada por Napoleón III y la Francia del II Imperio (con la colaboración en menor o menor grado de Gran Bretaña y de la España de Isabel II); este príncipe imperial austríaco, yerno del rey de Bélgica, sería fugaz y trágico emperador de México bajo el nombre de Maximiliano I, siendo fusilado por los patriotas mexicanos en 1867.
 
Este príncipe y alto oficial de la Marina de Guerra austríaca escribió una obrita titulada “Por tierras de España. Bocetos literarios de viajes (1851-1852)”, de la que manejamos una versión española publicada en 1999 por la editorial Cátedra. El que en aquel entonces fuera un joven archiduque visitó España entre los años 1851 y 1852, realizando dos viajes que le llevarían desde la costa de Levante hasta Sevilla, ciudad en la que conocería al Infante-Duque don Antonio de Orleans y su familia. En sus páginas el archiduque, escritor (que era un poeta y dibujante aficionado) plasma las impresiones de su viaje por tierras españolas, y, en lo que atañe al objeto de nuestro interés principal, Sanlúcar de Barrameda y el Guadalquivir, deja unos comentarios tan breves como interesantes.
 
El joven archiduque recoge un dato conocido, señalando la calidad de las aguas de Sanlúcar y haciendo mención de la ciudad como una estación termal que era visitada por los más pudientes del país. Es de imaginar que bajo esta mención se encuentran aguas como las de Las Piletas (y ello contando con que el archiduque escribe antes de que el padre Faustino Míguez, en 1862, descubriera el manantial “Escolapio” en Las Piletas). Maximiliano retrata asimismo el rol y la actividad del puerto sanluqueño como escala a Sevilla, mencionando el abundante número de pasajeros que embarcaron en Sanlúcar para remontar el río hacia la capital sevillana.
 
Sanlúcar, a la que tan brevemente conoció el archiduque, dejó en él la favorabilísima impronta de un remanso de paz y frescor, prueba de lo cual es que la comparase con dos lugares que conocía muy bien: uno de ellos era Hietzing, una localidad cercana a Viena (hoy convertida en el distrito XIII de la capital austríaca), idílico sitio residencial rodeado de zonas boscosas; el otro lugar con el que Maximiliano compara a Sanlúcar sería una de las residencias imperiales del emperador Francisco José I (hermano mayor del propio Maximiliano, como señalábamos supra), la de Bad Ischl, situada en los Alpes de la Alta Austria; ambos ejemplos muestran la buena imagen y consideración que Sanlúcar de Barrameda mostraba y provocaba a mediados del siglo XIX.

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