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Apuntes de Historia
 
 
 
 
 
 
 
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02 de Febrero de 2014
Del nombre de Sanlúcar   Parte 1ª 
Manuel Jesús Parodi Álvarez.-Uno de los elementos definidores de cualquier realidad es su nombre. El nombre de las cosas las envuelve, las marca, las define en tanto las determina: les proporciona unos límites y contornos físicos que, al mismo tiempo, les dan cuerpo a un nivel inmaterial, y las fija en la memoria; sólo lo que tiene nombre existe y puede, por tanto, ser recordado: las cosas sin nombre están condenadas al olvido, a la inexistencia permanente, al No Ser.
Históricamente, especialmente en la Antigüedad, uno de los daños, una de las condenas más terribles a las que el Poder podía someter a un individuo (o a un colectivo) era precisamente la condena de su memoria: la erasión de su nombre de la realidad, la proyección del condenado a las tinieblas de la Nada más oscura mediante el dramático mecanismo del borrado material (e inmaterial) del nombre que contenía la esencia de la persona condenada.

Los faraones de Egipto (y, como ellos, unos siglos más tarde, los emperadores romanos) podían perseguir a un individuo más allá de la muerte, condenándolo al olvido por el expediente no sólo de borrar el nombre de la persona condenada de aquellos espacios (documentos pétreos, relieves parietales, tumbas…) en los que dicho nombre se encontrase reproducido y, por tanto, se exhibiese para la Posteridad: más allá de este daño material, los Reyes del Nilo podían condenar a un ser humano más allá del Más Allá, prohibiendo que se pronunciase su nombre, prohibiendo que se reprodujese su nombre, prohibiendo que se repitiese su nombre, medio, expediente, procedimiento y mecanismo por el que no solamente se condenaba a la persona en cuestión al olvido tras un período breve de tiempo (una o dos generaciones), sino que se la proyectaba hacia la Nada, desde el punto y hora que dicha sentencia impedía en la práctica que se realizasen los ritos funerarios en su nombre, que se pronunciase su nombre en las oraciones destinadas a los difuntos, que se le rindiese el debido y correspondiente culto a su memoria…
 
Todo ello resultaba imprescindible para garantizar su existencia en el Mundo del Más Allá, en el Ultramundo en el cual un egipcio no era nada sin su identidad, sin su cuerpo, debidamente conservado siguiendo los oportunos procedimientos materiales, y sin su alma, debidamente preservada merced al cumplimiento de los imprescindibles e ineludibles ritos necesarios para ello, en el seno de los cuales el nombre de la persona en cuestión era un elemento axial, fundamental.
 
Los faraones egipcios (algunos de los cuales, como la reina Hatshepsut, o el “rey-hereje” Akhenaton, ambos pertenecientes a la XVIII Dinastía, al Imperio Nuevo, fueron asimismo víctimas de esta condena -que habría de revelarse, finalmente, fallida en ambos casos: prueba de ello es que recordamos sus nombres y su identidad, tras muchísimos siglos de su desaparición física y de la condena al olvido dictada por sus respectivos sucesores) no fueron los únicos que pusieron en práctica este mecanismo de condena: el mundo romano (las mayores noticias de lo cual nos vienen de época imperial) también ejecutaba esta práctica, la “damnatio memoriae” (“condena de la memoria” o “condena del recuerdo”).
 
Contamos en relación con este particular de época romana con el testimonio de las fuentes históricas escritas, así como con las evidencias que proporcionan algunas inscripciones (sobre piedra) que presentan la muestra del intento (efectivo en realidad) de borrar materialmente el nombre de la persona condenada al olvido, lo que se ejecutaba con cincel y martillo…, incluso en el caso de algún que otro emperador, “eliminado” de la realidad histórica (más o menos) mediante el uso de tan expeditivo recurso… 
 
Otra prueba de la importancia del nombre la encontramos en otro horizonte cultural del Mundo Antiguo; junto a la usanza de egipcios y romanos, el Antiguo Testamento (en el “Génesis”) nos presenta una evidencia más en este sentido: Yahvé dio nombre a las criaturas que creó a su imagen y semejanza, el hombre y la mujer…, y en prueba de la relevancia de estas criaturas, les ofreció (en realidad se lo ofreció al hombre, a Adán…) dar nombre a las cosas, a los animales y las plantas: quien da nombre a las cosas está manifestando su superioridad sobre dichas cosas y su prelación en el orden de los creados…
Por ello, el dios del Antiguo Testamento (y, en realidad, la generalidad de los dioses antiguos), no permite a los simples mortales conocer su verdadero nombre; los nombres bajo los cuales los humanos conocen a los dioses (y se dirigen a ellos) no son los verdaderos nombres de las divinidades, sino una suerte de “nombres aparentes” que sólo definen a los dioses parcialmente… Yahvé se manifiesta, por ejemplo, bajo la forma de una zarza ardiente, y no “entrega” su nombre a Moisés (“ego sum qui sum”, “yo soy el que soy”), protegiéndose con un circunloquio. 
 
El nombre, insuflado a las cosas mediante el “viento divino”, mediante el suspiro, mediante el aliento del dios (o del hombre, a quien el dios cede dicho privilegio al menos en una ocasión de acuerdo con el testimonio genesíaco), define, califica, delinea y, finalmente, da la vida (o da forma intelectual a dicha vida) a seres y cosas.
 
Así, desde la Antigüedad, desde los espacios antiguos de nuestra identidad cultural mediterránea contamos con testimonios de este fenómeno; en este sentido, hemos mencionado y traído a colación en los párrafos precedentes de este pequeño artículo tres de los ámbitos culturales que -quizá con más peso y fuerza- forman parte de nuestra herencia cultural mediterránea: el mundo egipcio, la tradición judía (de la que dimana la herencia cristiana en buena medida, sin obviar en este sentido al pensamiento clásico pagano) y la cultura romana.
 
Como fruto de la consideración de los tres casos, sea en negativo (con los ejemplos egipcio y romano relativos a la condena al olvido por el expediente de “borrar” física e inmaterialmente el nombre de una persona), sea en positivo (con el ejemplo judío del peso y papel que tiene el dar nombre a las cosas, privilegio divino que Yahvé comparte con el hombre en una ocasión fundamental y fundacional), podemos considerar que el Mundo Antiguo estima que en el nombre está la esencia de lo nombrado (y ya en el pasado siglo XX, el poeta Juan Ramón Jiménez versificaría este concepto: “intelijencia, dame el nombre exacto de las cosas…”, dijo el onubense, magistralmente), y que en el nombre de las cosas se guarda su realidad, su ser.
 
Por ello, y siguiendo el hilo de dicha argumentación (de dicho hecho conceptual y espiritual), antaño (y quiero pensar que aún hoy, al menos para algunos) bastaba con “dar la palabra”, con “empeñar” la propia palabra (la “palabra de honor”), con “comprometer” la propia palabra (lo cual venía a significar comprometer el propio buen nombre): no eran necesarios “papeles”, ya que la “palabra de honor” (el haber puesto como aval de un compromiso el buen nombre -y con ello la honorabilidad, la respetabilidad social de quien así se comprometía) bastaba y sobraba como garantía de un pacto, de un acuerdo, de un compromiso. Porque el nombre, la “palabra” condensaba la esencia de la persona en cuestión…
 
Y en el nombre de Sanlúcar de Barrameda se encierra una realidad fija históricamente pero “móvil” a lo largo de los siglos, mutable, que ha conocido formas distintas, tanto en lo que se refiere a la evolución de las tierras que hoy dan forma a Sanlúcar como en lo relativo al propio nombre (o los nombres) de Sanlúcar de Barrameda a través de los siglos.
Abordaremos este tema en los siguientes artículos, presentando las primeras evidencias del nombre de Sanlúcar: adelantaremos solamente que el primer testimonio histórico del nombre de “Sanlúcar” cuenta con unos mil años de antigüedad e historia... Desde hace más o menos mil años, al menos, “Sanlúcar” se llama “Sanlúcar”, y tendremos ocasión de verlo en los párrafos que vendrán… 

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