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Apuntes de Historia LXXV
 
 
 
 
 
 
 
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08 de Junio de 2014
Embarcaciones romanas por el Baetis VIII
Manuel Jesús Parodi Álvarez.-En el capítulo de las embarcaciones mayores que en época romana surcaban las aguas del río Baetis, y sin perder el norte y el referente de las grandes naves mercantes a las que venimos dedicando los párrafos precedentes, las cuales por uno u otro mecanismo y método (a vela, mediante el impulso de sus remos, remolcadas por barcas menores, haladas por el procedimiento de la sirga desde los caminos de ribera…) eran capaces de navegar hasta Hispalis e incluso más allá de la antigua capital del conventus hispalensis, abordábamos en el anterior artículo la naturaleza de los pontones (ponto en singular, pontones en nominativo plural, en latín).
Señalábamos que los pontones eran embarcaciones mayores (si bien de menor desplazamiento que las corbitae y las caudicariae), que su naturaleza velera (o no) está sujeta aún a discusión y es objeto de debate, que ya autores como el propio Julio César y San Isidoro de Sevilla (que escriben en los siglos I a.C. y VI-VII d.C. respectivamente, lo que viene a señalar la aparente pervivencia de uso de dicho tipo de embarcaciones a lo largo -cuando menos- de medio milenio, si no más, a tenor de las épocas en las que ambos personajes redactan sus textos) proporcionan noticias sobre el empleo de los “pontones” en el ámbito del Guadalquivir antiguo…
 Apuntábamos igualmente que el “ponto” pertenece a tradiciones de navegación no sólo propias de nuestra tierra, adscribiéndose en líneas generales al mundo atlántico, en el contexto de la Romanidad Occidental.

En lo que atañe al marco físico de nuestro entorno inmediato, estimamos que posiblemente los pontones habrían de quedar circunscritos a los tramos del Baetis afectados por la acción de las mareas, mientras en el resto de los ríos de la Península Ibérica su presencia, marcharía paralela a lo que sucediera con otros tipos de embarcaciones mayores destinadas al tráfico de mercancías y viajeros como serían las naves codicariae y las corbitae.
 
Cabe señalar que el empleo de naves de gran tamaño en la mayor parte de las vías fluviales hispanas debió ser sensiblemente limitado, cuando no -y dependiendo de los casos- incluso enteramente imposible. Si en el antiguo Guadalquivir la navegación con barcos de mediano porte pudo sostenerse hasta Ilipa Magna (aguas arriba de Sevilla), ello debió representar una verdadera excepción a lo general, algo que debió ser común excepto en algunos grandes ríos ibéricos (como el Tajo o el Duero). Los botes y barcas de menores dimensiones serían los que en este contexto ibérico, soportarían mayoritariamente el peso del transporte de viajeros y mercancías.
 
La antigua ciudad romana de Ilipa Magna se encuentra (literalmente hablando) bajo la actual localidad sevillana de Alcalá del Río, como hemos señalado; la principal fuente literaria e histórica de la Antigüedad relativa a las condiciones del antiguo Baetis y su navegabilidad es el grecolatino Estrabón (quien escribe a caballo entre los siglos I a.C. y I d.C.).
En relación con otros cursos fluviales de Hispania en época romana, podemos señalar que el Tajo (o Tagus, en latín) resultaba navegable para naves con una capacidad de hasta 10.000 ánforas (esto es, para las grandes naves mercantes romanas como las ya consideradas corbitae y caudicariae) en el ámbito de su desembocadura.
 
Señalemos igualmente que en las aguas del Tajo (y de acuerdo con el citado Estrabón) la pesca tenía fama de abundante (Estrabón, Geografía III.3.1), dato que amplía el espectro de la funcionalidad del referido río no sólo como sustento de la navegación en su ámbito inferior, sino como soporte de una actividad económica extractiva como sería la pesca en sus aguas, desde las orillas y desde embarcaciones pesqueras ad hoc.
Por su parte el río Duero (el romano Durius) era asimismo navegable desde su desembocadura “...en grandes embarcaciones casi ochocientos estadios” (lo que, aproximadamente, viene a equivaler a unos 150 Km.) según el geógrafo de Amasia (Estrabón, Geografía III.3.4), una distancia que llegaba a superar las capacidades del Guadalquivir, por ejemplo, en este sentido.
 
La diferencia entre ambos ríos (el sureño Baetis y el norteño Durius), y lo que hacía más relevante la navegación como actividad económica en el ámbito bético respecto al potencialmente más capaz curso del septentrional río Duero (simplificando mucho el discurso) es precisamente la feracidad del valle del Guadalquivir, su producción agrícola y su potencialidad de cara a la exportación de productos (aceite, vino, grano…) y a la importación de mercancías (todo lo cual sería transportado en los vientres de las negras naves mercantes a las que nos venimos refiriendo): el nivel de riqueza de las tierras (y ciudades) del Baetis (algo que se retroalimentaba con la propia existencia y potencialidades del mismo río) habría de quedar muy lejos del nivel de riqueza de las orillas del antiguo Duero.
Por su parte (y siempre de acuerdo con las fuentes clásicas), otro río septentrional hispano como el Miño (el antiguo Minius), contaba con una desembocadura de 4.000 pasos de ancha (en palabras del romano Plinio, Naturalis Historia IV.112, quien escribe a mediados del siglo I de nuestra Era); este río era “...con mucho el mayor de los ríos de Lusitania, navegable asimismo un tramo de ochocientos estadios” (unos 150 Km., como el Duero), según Estrabón (Geografía, III.3.4).
 
En el caso del Miño, asistimos a la misma realidad que hemos mencionado para el Duero en relación con el meridional Baetis: unos cursos con mejores condiciones físicas (Miño y Duero) resultan mucho más débiles desde la perspectiva de su empleo como vías de comunicación debido a la mayor riqueza de las tierras (y ciudades) del Sur hispano.
 
No son sólo, pues, las condiciones naturales de partida de los ríos sino la realidad de las potencialidades y capacidades económicas de las tierras ribereñas del entorno de los mismos (en los casos citados de cursos peninsulares y no sólo en éstos) las que marcan (y determinan) el papel que los cursos acuáticos interiores pudieron desempeñar en el contexto general de la navegación interior en los territorios del Imperio Romano, en el rol que las comunicaciones fluviales llegaron a jugar en el marco global de la economía romana.
El viejo Guadalquivir, dotado de unas condiciones naturales mucho más febles, más débiles, que las que disfrutaban a priori otros cauces interiores ibéricos como los referidos Duero o Miño, se revela sin embargo (como sucede aún en nuestros días -y si cabe de un modo mucho más llamativo aún hoy que antes, a tenor de las dimensiones y capacidades de los mercantes actuales, ésos que cabalgan las aguas del río entre Sanlúcar y Sevilla de manera habitual) como un mucho mejor elemento de comunicación, como una verdadera “autopista” acuática de la Antigüedad (y no sólo de la Antigüedad: es un fenómeno continuado en la Historia de estas tierras y riberas) merced a las condiciones de las tierras de su entorno, sus riberas y su valle, a la riqueza de las mismas y sus comunidades humanas, lo cual conllevaba (conformando un “todo”) una mayor intervención de la administración romana en el ámbito del río, en el cuidado de sus riberas, en el mantenimiento de sus infraestructuras, en la vigilancia del cumplimiento de una legislación que velaba porque no se entorpeciera la navegabilidad de los ríos…, todo lo cual llevaba al Baetis a ser la gran vía navegable de la Hispania romana.

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