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Apuntes de Historia CCXXIV
 
 
 
 
 
 
 
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22 de Abril de 2017
Sobre los ojos que adornan nuestras barcas (II)
 Manuel Jesús Parodi Álvarez.-Si bien el género humano está progresivamente llamado (o condenado, según se mire), a separarse de la Naturaleza y dominarla (algo que encuentra una expresión y desarrollo diferentes en cada distinta tradición cultural, y que no es en absoluto “de matemático cumplimiento”, por así decirlo), el Hombre antiguo se resistirá a disociarse de las fuerzas de la Naturaleza, que impregnan su horizonte mental y religioso (en realidad, son lo mismo), y tratará de “mimetizarse” o de congraciarse con las mismas para conseguir su protección o su complicidad.
El ser humano tiene (en según qué tradiciones culturales, pero no en precisamente pocas) el mandato divino de dominar a la Naturaleza, pero aun teniéndolo no se atreverá a hacerlo abiertamente, prefiriendo recurrir a procedimientos miméticos para no atraer sobre sí el peso de unas fuerzas naturales (que son a la vez divinas) que no controla, y de las que desconfía, pese a todo.

Uno de los recursos más utilizados como mecanismo de defensa en el mundo natural pasa por hacerse pasar por aquello que uno no es, potenciando las propias capacidades o incluso fingiéndolas, haciendo ver que uno tiene unos poderes con los que no cuenta en realidad, de manera tal que se consiga “convencer” a los posibles atacantes y predadores de que la apariencia (de fuerza y peligro) es real y no fingida, llegando a persuadir a posibles atacantes de lo delusorio de sus intenciones.
 
Ya en el plano humano, en el marco cronológico y cultural del Mundo Antiguo mediterráneo (por ceñirnos al escenario de nuestra tradición cultural), cuando el pensamiento mítico-religioso marcaba los límites de la acción de los individuos y las comunidades, lo real y lo mítico se hallaban mezclados formando conjuntamente los contornos de lo cotidiano, sin que lógica y mito fueran territorios contrapuestos ni mucho menos enfrentados.
 
En este mundo de sensaciones y mitos, sujeto a explicaciones mágico-religiosas de la realidad, las presencias naturales no se limitaban a los seres que hoy consideramos "reales", no: la Naturaleza albergaba todo un imaginario que hoy consideramos "mitológico" pero que al hombre antiguo se le antojaba enteramente "real", pues no hay diferencia nítida entre mito y realidad en el pensamiento antiguo.
Así, la "realidad" se encontraba, más allá de lo que podía imaginarse, plenamente cargada de "potencia", de "fuerza" en función de la "categoría mágico-religiosa" que contuviese, y a los seres "mitológicos" se les reconocía más fuerza (por su proximidad a los dioses) que a la especie humana.
 
De este modo los seres humanos habían de dirigir buena parte de sus esfuerzos (de su atención, de su precaución) a conjurar los peligros que esos seres "potencialmente" más poderosos (y en potencia más dañinos) podían causar, a evitar peligros esperados e inesperados.
 
En un medio costero como es el nuestro, donde habitaron nuestros ancestros (como testimonian yacimientos como los de Évora o La Algaida, entre otros muchos), el mar debía ser no sólo una fuente esencial de recursos sino una fuente de peligros constantes: cara y cruz de la moneda de la vida, podría decirse.
 
Una de las armas empleadas por los humanos para espantar esos peligros que, por ejemplo, en forma de animales fantásticos, de monstruos, de gigantescos peces y de dragones marinos podían atacar y destruir a los barcos de pesca -y no sólo a los de pesca- sería la magia simpática, con procedimientos como el de convertir a las barcas en un "símil" de esos peligros marinos, en elementos similares a dichos seres terribles que podían surgir de las profundidades para atacar a los navegantes y a estas embarcaciones, elemento ajeno, artificial, al mar.
 
Ello explica en parte el porqué (en otro marco geográfico distinto del mediterráneo, en la Europa septentrional por ejemplo) de la existencia de las cabezas de dragones que portaban las proas de las naves vikingas (los tan afamados "drakkares", embarcaciones ligerísimas de los temibles hombres del Norte), un elemento destinado a convertir en dragones a esas mismas embarcaciones, consiguiendo de dicho modo no sólo dar miedo, sino evitar peligros ciertos.
 
Y en ello encontramos las raíces remotas de un elemento tradicional que adornaba (y en buena medida adorna aún) las proas de muchas de nuestras barcas, barquillas, botes y pateras: los ojos pintados en las mismas, un elemento que desde las proas de nuestras embarcaciones nos habla de una historia milenaria, de mito y leyenda, de miedo y esperanzas.
 
Este sencillo, pero efectivo recurso (común en todo el Mediterráneo y el Atlántico peninsular ibérico, y efectivo en tanto en cuanto ayudaba a los navegantes a surcar las aguas con mayor confianza en la felicidad y seguridad de sus singladuras) servía para convertir a estas modestas embarcaciones en elementos naturales, en seres marinos, evitando así el mítico ataque de los monstruos del mar al convertirse, de manera mimética, en “monstruos” a su vez, en un elemento vivo más, en algo no artificial y por tanto no ajeno a ese medio natural sobre el que navega.
 
He aquí (cuestiones de naturaleza estética -también a tener en cuenta- aparte) la razón -profunda y remota- de ser de esos ojos, unos ojos que lamentablemente parecen ir poco a poco desapareciendo de la cara -de la proa- de nuestras barcas, botes, pateras y barquillas, aunque aún se muestran en no pocas de las mismas, surcando de este modo las aguas de estos mares tan antiguos…, unos ojos que cumplen una función similar a la de los mascarones de proa, también un elemento tradicional de las embarcaciones (en este caso de las mayores) de nuestra tradición cultural (y de otras), y destinado asimismo a unos fines similares a los de los ojos proeles pintados, unos fines apotropaicos, de protección de naves y marinos.
Es de esperar que no lleguemos a perder de una vez y por completo la memoria, rica, fecunda, de un pasado cada vez más lejano en el que los dragones se paseaban por nuestras aguas, los caballos surcaban las olas, las islas se sumergían bajo los pies de arrojados navegantes (como le sucediera en los mares del Norte a ese aventurado navegante irlandés que fuera el evangelizador de Islandia San Brendan -o San Borondón, quien no por casualidad cuenta con un espacio propio en el viario sanluqueño: navegante en tierra de navegantes, al fin y al cabo, aventurero en tierra de aventureros), y sepamos conservar esos ojos de nuestros barcos, que tanto han visto a lo largo de los siglos, y que tan profundo mensaje debían transmitir a los elementos de la Naturaleza.
 
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